Como fruto de lo que pensamos, por adaptación subjetiva al ambiente, se generan emociones, que son energía en movimiento que necesitan canalizarse y expandirse. Etimológicamente emoción proviene del latín y significa “movimiento”. Nos mueven tanto psicológica como fisiológicamente. No tienen una raíz, y por ello se puede pasar de la alegría a la tristeza, y de la risa al llanto en segundos. Algunas de ellas son: cólera, miedo, felicidad, tristeza, odio, alegría, celos,…. Según la Real Academia Española de la Legua, energía se define como eficacia, poder y virtud para obrar. Los pensamientos, emociones y sentimientos son energía y por tanto, por definición, tienen poder para actuar.
Al producirse una emoción, la podemos exteriorizar, o mantenerla alimentada con más pensamientos recurrentes. Si la energía propia de la emoción, por su naturaleza no es canalizada y se libera, puede producir desarmonía y decadencia en el cuerpo. Como explica la Doctora Candace Pert en su libro “Las moléculas de la emoción”, cada tipo de emoción se traduce en la segregación de determinados neuropéptidos, que van de neurona a neurona y que mantienen activa una determinada red neuronal. Cada neuropéptido cumple una información concreta. Por ejemplo, las endorfinas se segregan en respuesta al enamoramiento, al ejercicio físico, al chocolate, al hacer el amor…; mientras que la corticotropina se segrega por estrés, cansancio, miedo… Ya se han descrito gran variedad de enfermedades que se producen por estados emocionales. No olvidemos que el cuerpo fabrica sus propias “drogas” (neuropéptidos y hormonas) y si hay continuidad con la que llegan y se conectan a las células a lo largo del cuerpo, pueden provocar adicción a las mismas. Como extremos, todos conocemos personas que presentan una actitud de dramatismo o por el contrario otras que siempre están alegres. Pero de verdad. No sólo de fachada y como máscara al exterior… Sentir tristeza constantemente activa unas conexiones neuronales que serán distintas a cuando se siente alegría constante. Las conexiones que sean más habituales, estarán más activas diariamente y provocarán unos cambios psicofisiológicos distintos según sea el caso.
Los sentimientos aparecen como resultado de los pensamientos que sustentan a las emociones. Los podríamos dividir, por ejemplo, en dos grupos extremos según una escala emocional/sentimental: los sentimientos “puros” (van a favor de nuestro bienestar) cuando se encuentran en torno al amor y al agradecimiento; y los sentimientos “contrarios” (porque van en contra de nuestro bienestar) como son el miedo, el odio, la ansiedad y la desesperación. Y entre los dos extremos hay todo un gradiente de sentimientos, como pueden ser el optimismo y la esperanza o la culpa y la venganza. No se trata de juzgar ciertas emociones/sentimientos, ya que todos son necesarios para saber dónde y cómo nos encontramos. Sintiendo malestar, sabemos hacia dónde queremos dirigirnos si nuestra intención verdadera es encontrarnos mejor.
El corazón es otro “cerebro” en sí mismo ya que posee unas 40.000 neuronas que originan impulsos y crean el campo electromagnético más potente de todos los órganos, extendiéndose de tres a cuatro metros. De esta forma, todos los que están alrededor de una persona, reciben la información de su estado emocional del momento. Y estas emociones/sentimientos que hemos llamados “puros” y “contrarios” se reflejan muy bien en los ritmos cardiacos de los electrocardiogramas, donde la electrofisiología experimental ha llamado patrón “incoherente” (espectro de frecuencias disperso y desordenado) cuando hay frustración, y patrón “coherente” (frecuencias ordenadas y armónicas) cuando se siente agradecimiento.
Los pensamientos y sentimientos “puros” por lo tanto, no sólo hacen que el individuo se sienta mejor subjetivamente, sino que incrementan la sincronización entre los sistemas corporales, optimizando así el gasto energético y permitiendo un funcionamiento más efectivo y eficiente. Así expresa este conocimiento el Dr. Álvaro Pascual-Leone, neurobiólogo de la Escuela Médica de Harvard: “La idea es que el cerebro, aparte de dedicarse a cómo nos enfrentamos al mundo exterior, también controla el mundo interior. Cuando seamos capaces de modificar la activación de los circuitos neuronales, podremos estar más sanos, resistentes a enfermedades y por lo tanto más felices”.
Toda acción conlleva una reacción, y con lo que sentimos y pensamos ocurre igual. De hecho las intenciones de alguien enfocadas en otros seres también provocan cambios biológicos y de comportamiento, que vale la pena destacar en varios experimentos. Uno se realizó en un animalario de un laboratorio con dos grupos de conejos, a los que se les aportaba una dieta elevada en colesterol. Los encargados de darles de comer tenían instrucciones de hablar, acariciar y jugar (los sacaban de las jaulas) con todos los animales de un grupo, mientras que con el otro grupo tenían que tener un comportamiento típico de cuidadores de animalario: sólo les ponían comida. Antes del experimento tanto en un grupo como en el otro, se analizó si había lesiones en la arteria aorta, los niveles de colesterol en suero, la frecuencia cardiaca y presión sanguínea. Con rotundidad, después del estudio vieron que el grupo que había sido tratado con cariño y afecto presentaba un 60% menos de lesiones en la aorta comparado con el otro grupo. No cabe duda de que el amor y la atención que recibieron estos animales por parte de los empleados promovieron un cambio fisiológico que ayudó a la metabolización del colesterol. Fue lo que marcó la diferencia entre la vida y la muerte por lesiones cardiovasculares en ambos grupos.
En otro estudio realizado con ratas, se ha visto que los cuidados maternales en la primera etapa de la vida tienen repercusiones a largo plazo durante el resto de la vida de las crías. La descendencia, ya adulta, de mamás ratas que lamían y cuidaban a sus crías durante la primera semana de lactancia, mostraron cambios moleculares representados, entre otros, por una disminución de la activación del eje Hipotalámico-hipofisario-adrenal y por tanto menos estrés; además presentaban un comportamiento menos miedoso bajo condiciones estresantes, con respecto a la descendencia que se separó tempranamente de sus madres y que carecían de cuidados y mimos. La señal externa del ambiente o lo que es lo mismo, cómo se sienten las crías es lo que inicia una determinada respuesta biológica en sus células y no otra.
Estas respuestas no sólo ocurren en los animales, sino también en los seres humanos. En la misma línea, se investigó el efecto que producía acariciar, abrazar y estar con bebés prematuros. A un grupo de 20 bebés se les sacaba de la incubadora, se les acariciaba y se les transmitía amor durante 15 minutos tres veces al día, mientras que a otro grupo también de 20 bebés, se les dejaba en la incubadora. El resultado fue espectacular: los que habían sido atendidos con un trato amoroso, aumentaron su peso corporal un 47% más cada día con respecto al otro grupo. Además se produjo una mejora general en el Test Brazelton, que valora la calidad de respuesta del bebé ante patrones visuales, motrices y auditivos, y mide la cantidad de estimulación que necesita. Este estudio confirma de nuevo que un sentimiento de cuidado y de amor hacia un individuo, provoca cambios metabólicos y activación de reacciones celulares que sin dicho sentimiento, no se producirían. Hay una reestructuración y armonización en la energía del bebé, que optimiza el gasto en las reacciones químicas del cuerpo debido a la frecuencia del sentimiento que emite el cuidador. De hecho, en situaciones donde una persona siente un amor sincero y cuida de otra, a la que acaricia y toca, se produce una sincronización de los ritmos cardiacos de la persona que cuida con la que recibe. Ambos presentan el mismo patrón de frecuencias coherentes en sus corazones.